El cine respira con fuerza
gracias a grandes detalles mágicos. Viajes insondables que tras observarlos
desde la distancia con el ensimismamiento de la primera mirada como fiel
compañero, le hacen sentir a uno una piltrafa preguntándose sobre la belleza de
las vidas que se revelan y al mismo tiempo, obligan a sentir, a ser partícipe
de una historia mezcladora de unos sentimientos que con facilidad golpean y se
trasladan de la pantalla al alma. Wes Anderson ha conseguido filmar una obra de
arte que traslada al espectador a una atmósfera de lo ridículo en un escenario
grotesco, un continuo guiño al pasado del cine con escenas que bien podría
haber filmado cualquiera de los mejores cineastas en las primeras intentonas del
medio en su faceta sonora. Con un elenco sencillamente espectacular
repartiéndose los minutos de un metraje que se queda corto, una narración
brillante con momentos desternillantes y espacios de nostalgia y flirteos con
la melancolía; “The Grand Budapest Hotel” se hace un hueco fácil en la estantería
donde sólo pueden estar los más incondicionales.
Gustave es un conserje peculiar
de un famoso hotel europeo en pleno centro del continente a mediados del Siglo
XX. Todos los inquilinos que deciden acudir al hotel lo hacen en gran parte por
su presencia. Su servicialidad y cordialidad son de sobra conocidos. Pronto,
entablará amistad con un botones recién contratado, Zero Mustafa. De fondo, la
picaresca de Gustave y su preferencia por vulnerables ancianas ricachonas,
preferiblemente rubias, a la espera de ulteriores herencias millonarias que le
solucionen la vida. En uno de estos casos, se verá involucrado en la herencia
de una pintura renacentista de incalculable valor, que le enfrentará a la
familia de la fallecida y en especial con la policía, pues acaba siendo acusado
como el principal culpable de su muerte.
Las diferencias marcan la pauta.
En el caso de Anderson siempre ha sido así. El empleo de los zooms, el montaje
raudo traducido en un constante perpetuo de acción sin cesar que no permite un solo
parpadeo y la comicidad como sello particular, consiguen dotar a sus cintas de
un aire fresco que ninguna otra alcanza. Una barrera que únicamente los
cineastas que persiguen el riesgo deciden asumir. Acierto de pleno. El colorido
que ha conseguido en esta película le confiere un halo mágico, un arco iris de
escenas que ensalza una historia que desde el comienzo, entre las paredes
solitarias y recónditas del magnánimo hotel Budapest, se empiezan a recrear
entre la imaginación y las ensoñaciones de un propietario que comenzó siendo un
botones enseñado por el mejor conserje que pudo haberse cruzado en su
camino.
La serenidad de una aventura por
la Europa de entreguerras sin que sea la guerra inminente la protagonista,
concede al metraje una naturaleza irrisoria dentro del espectáculo de lo
grotesco, una capacidad maravillosa para narrar entre líneas, al igual como
contar dentro de un cuento una historia de cuento. Un envoltorio entretenido y
ávido de atracción, como ya hiciera en “Moonrise Kingdom”.
El envoltorio, cual cajita de
Hendl´s (ya lo entenderán) lleva consigo un pastel de un dulzor que va más allá
de la cucharada. Hasta una docena de actores y actrices perfectamente conocidos
por todos hacen su aparición en un carrusel en el que todos adquieren protagonismo,
aun cuando sus papeles les obligan a relegarse a un segundo plano y adquirir
una relevancia que acabará siendo igual de importante que la de cualquier protagonista
del filme. Jeff Goldblum y su persecución “Hitchcockiana” en pleno museo, con
intrépido final; Edward Norton, con afilado bigote policial; Jude Law, como
mero testigo del relato, un espectador más; una Tilda Swinton difícilmente
irreconocible o un Adrien Brody consagrado y confiado en su maldad gracias a su
hermano en la ficción, Willem Dafoe, quien sin mediar palabra en la mayoría de
las ocasiones, hace unas apariciones espléndidas.
No obstante, destacan dos por
encima del resto: Ralph Fiennes, un excelente actor que definitivamente ha
conseguido reconocer su estilo y encadena actuaciones brillantes y la sorpresa
del joven Tony Revolori, que impacta por su vivacidad y da la réplica cómica al
conserje Fiennes en todas las escenas, construyendo una bella historia de
amistad entre ambos. Por el camino, grandes nombres apenas aparecen pero están
ahí, resultado del calibre que se trae entre manos el señor Anderson. Es el
caso de los Bill Murray o Léa Seydoux.
Las interpretaciones riegan el
metraje de un detallismo que la realización se encarga de encumbrar a producto
de etiqueta. Un resultado que merece la pena, con secuencias increíbles,
apuntamos en especial un escapismo de prisión del todo desternillante o las
peculiaridades poéticas o aromáticas del conserje, elementos que van
construyendo una personalidad tan especial como la de su director. Wes Anderson
ha tejido una cinta bellísima, una aventura merecedora de todos los elogios y
capaz de ser recordada entre la nostalgia y sonrisa que evoca su historia. El
envoltorio que se nos presenta no podía ser más dulce y dejar al paladar con
ganas interminables de más. Hay cintas que son recomendables y otras
obligatorias. Ésta es de las obligatorias.
• Desarrollo argumental: 99
• Guión: 100
• Interpretación: 100
• OST: 98

