6/15/2014

Un mágico arco iris que entremezcla comicidad y sorpresas a raudales

El cine respira con fuerza gracias a grandes detalles mágicos. Viajes insondables que tras observarlos desde la distancia con el ensimismamiento de la primera mirada como fiel compañero, le hacen sentir a uno una piltrafa preguntándose sobre la belleza de las vidas que se revelan y al mismo tiempo, obligan a sentir, a ser partícipe de una historia mezcladora de unos sentimientos que con facilidad golpean y se trasladan de la pantalla al alma. Wes Anderson ha conseguido filmar una obra de arte que traslada al espectador a una atmósfera de lo ridículo en un escenario grotesco, un continuo guiño al pasado del cine con escenas que bien podría haber filmado cualquiera de los mejores cineastas en las primeras intentonas del medio en su faceta sonora. Con un elenco sencillamente espectacular repartiéndose los minutos de un metraje que se queda corto, una narración brillante con momentos desternillantes y espacios de nostalgia y flirteos con la melancolía; “The Grand Budapest Hotel” se hace un hueco fácil en la estantería donde sólo pueden estar los más incondicionales.

Gustave es un conserje peculiar de un famoso hotel europeo en pleno centro del continente a mediados del Siglo XX. Todos los inquilinos que deciden acudir al hotel lo hacen en gran parte por su presencia. Su servicialidad y cordialidad son de sobra conocidos. Pronto, entablará amistad con un botones recién contratado, Zero Mustafa. De fondo, la picaresca de Gustave y su preferencia por vulnerables ancianas ricachonas, preferiblemente rubias, a la espera de ulteriores herencias millonarias que le solucionen la vida. En uno de estos casos, se verá involucrado en la herencia de una pintura renacentista de incalculable valor, que le enfrentará a la familia de la fallecida y en especial con la policía, pues acaba siendo acusado como el principal culpable de su muerte.

Las diferencias marcan la pauta. En el caso de Anderson siempre ha sido así. El empleo de los zooms, el montaje raudo traducido en un constante perpetuo de acción sin cesar que no permite un solo parpadeo y la comicidad como sello particular, consiguen dotar a sus cintas de un aire fresco que ninguna otra alcanza. Una barrera que únicamente los cineastas que persiguen el riesgo deciden asumir. Acierto de pleno. El colorido que ha conseguido en esta película le confiere un halo mágico, un arco iris de escenas que ensalza una historia que desde el comienzo, entre las paredes solitarias y recónditas del magnánimo hotel Budapest, se empiezan a recrear entre la imaginación y las ensoñaciones de un propietario que comenzó siendo un botones enseñado por el mejor conserje que pudo haberse cruzado en su camino. 

La serenidad de una aventura por la Europa de entreguerras sin que sea la guerra inminente la protagonista, concede al metraje una naturaleza irrisoria dentro del espectáculo de lo grotesco, una capacidad maravillosa para narrar entre líneas, al igual como contar dentro de un cuento una historia de cuento. Un envoltorio entretenido y ávido de atracción, como ya hiciera en “Moonrise Kingdom”.



El envoltorio, cual cajita de Hendl´s (ya lo entenderán) lleva consigo un pastel de un dulzor que va más allá de la cucharada. Hasta una docena de actores y actrices perfectamente conocidos por todos hacen su aparición en un carrusel en el que todos adquieren protagonismo, aun cuando sus papeles les obligan a relegarse a un segundo plano y adquirir una relevancia que acabará siendo igual de importante que la de cualquier protagonista del filme. Jeff Goldblum y su persecución “Hitchcockiana” en pleno museo, con intrépido final; Edward Norton, con afilado bigote policial; Jude Law, como mero testigo del relato, un espectador más; una Tilda Swinton difícilmente irreconocible o un Adrien Brody consagrado y confiado en su maldad gracias a su hermano en la ficción, Willem Dafoe, quien sin mediar palabra en la mayoría de las ocasiones, hace unas apariciones espléndidas. 

No obstante, destacan dos por encima del resto: Ralph Fiennes, un excelente actor que definitivamente ha conseguido reconocer su estilo y encadena actuaciones brillantes y la sorpresa del joven Tony Revolori, que impacta por su vivacidad y da la réplica cómica al conserje Fiennes en todas las escenas, construyendo una bella historia de amistad entre ambos. Por el camino, grandes nombres apenas aparecen pero están ahí, resultado del calibre que se trae entre manos el señor Anderson. Es el caso de los Bill Murray o Léa Seydoux

Las interpretaciones riegan el metraje de un detallismo que la realización se encarga de encumbrar a producto de etiqueta. Un resultado que merece la pena, con secuencias increíbles, apuntamos en especial un escapismo de prisión del todo desternillante o las peculiaridades poéticas o aromáticas del conserje, elementos que van construyendo una personalidad tan especial como la de su director. Wes Anderson ha tejido una cinta bellísima, una aventura merecedora de todos los elogios y capaz de ser recordada entre la nostalgia y sonrisa que evoca su historia. El envoltorio que se nos presenta no podía ser más dulce y dejar al paladar con ganas interminables de más. Hay cintas que son recomendables y otras obligatorias. Ésta es de las obligatorias.

• Desarrollo argumental: 99
• Guión: 100
• Interpretación: 100
• OST: 98